sábado, 15 de agosto de 2009

La Peste Negra: Psicosis colectivas, las matanzas

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Como ocurre siempre ante las grandes e incontrolables tragedias de la vida, una fina capa de la racionalidad humana se desprende para mostrarnos otra más profunda, negra, capaz de cometer males y atrocidades inimaginables. Gente tratando de culpar a otros, buscando chivos expiatorios, poseída de una xenofobia bajo la cual todo extranjero era sospechoso de extender el mal. Y como ocurrió antes, y también después, los judíos eran los objetivos señeros (aunque sufrieran el mal en el mismo grado que los demás). Los rumores de que habían envenenado las aguas de los pozos se disparaban y los pogroms y masacres estaban a la orden del día. La plebe estaba descontrolada.[1]

Los rumores que corrían de boca en boca decían que la aparición de la Peste era la consecuencia de una conspiración internacional judía para acabar con la Cristiandad. Se decía que los jefes religiosos de la metrópolis de Toledo habían iniciado el complot y que uno de los principales conspiradores era el rabí Peyret, que vivía en Chambry, Savoya, desde donde enviaba a sus envenenadores por toda Francia, Suiza e Italia.

Por orden de Amadeo VI de Savoya, numerosos judíos habían sido arrestados y sometidos a tormento, bajo el cual habían confesado, lógicamente, lo que los inquisidores pretendían. Y así, bajo suplicio, unos judíos iban incriminando a otros... Las confesiones eran luego enviadas de una a otra población y, como consecuencia, los judíos eran quemados y masacrados.

El 10 de octubre del año de nuestro Señor de 1348, viernes, en el castillo de Châtel, por orden de la corte de nuestro ilustre príncipe Amadeo, Conde de Savoya, se ha llevada a cabo la investigación judicial, y exposición de cargos contra los judíos de ambos sexos que allí estaban prisioneros. Esto se hizo como consecuencia de los intensos rumores, convertidos en clamor, de que habían puesto veneno en las fuentes y los pozos utilizados por los cristianos, por lo que exigen su muerte, si es que son encontrados culpables.

Y esta es su confesión llevada a cabo en presencia de numerosas personas dignas de confianza:

El judío Agimet, que vivía en Ginebra y fue arrestado en Chatel, fue ligeramente torturado y dejado un tiempo, tras el cual fue nuevamente torturado hasta que declaró en presencia de las personas dignas de confianza que luego se mencionarán. Para empezar, quedó claro que Clesis de Ranz le había enviado a Venecia para comprar sedas y otras mercancías. Cuando la noticia llegó a oídos del rabino Peyret, éste le mandó buscar y cuando llegó, le dijo: “nos han informado de que se va a Venecia a comprar sedas y mercancías. Tenga este pequeño paquete de medio palmo que contiene veneno preparado en una fina bolsa de cuero; llévelo y distribúyalo en los depósitos y cisternas de Venecia y otros lugares para envenenar a la gente que utiliza el agua de esos pozos”.

Agimet tomó el paquete y lo llevó con él a Venecia, y cuando llegó allí, lo dispersó en la cisterna que está cerca de la casa alemana para envenenar a la gente que utiliza ese agua, que él dice que es la única dulce de la ciudad. También dijo que el rabí mencionado le prometió todo lo que deseara para llevar a cabo el encargo. Agimet también confesó más tarde que por propia voluntad salió corriendo para evitar ser capturado por los ciudadanos y se fue a Calabria y Apulia donde también envenenó los pozos. Igualmente confesó que había puesto parte de ese veneno en las cisternas de la ciudad de Ballet.

Más tarde, confesó que también había puesto algo del mismo veneno en las fuentes públicas de Toulouse y en los pozos próximos al mar. Preguntado si envenenó entonces los pozos antedichos que habían causado tanta muerte, contestó que como él había salido corriendo, nada sabía de la mortandad habida. Preguntado asimismo si los judíos de esos lugares eran también culpables manifestó desconocerlo. Y todo lo anterior lo declaró sobre los cinco libros de Moisés afirmando que todo era verdad y que no había ninguna mentira, fuera cual fuera lo que le fuera a suceder...[2]

Si la xenofobia hacia los judíos fue siempre muy importante en el mundo cristiano, durante la época de la Peste, esta se convirtió en algo absolutamente demencial. Lo de menos era ya la expulsión de los judíos de las poblaciones, como ocurrió por ejemplo en Zurich, sino la locura incontrolada de las masas que exacerbadas por los más siniestros apóstoles del horror, como los famosos flagelantes, salían a la calles en busca de culpables y no paraban hasta llevar a la hoguera a cientos, sino miles, de seres humanos como ellos.

En Estrasburgo, en un sólo día de 1349, una muchedumbre desbocada y atizada por esos propagadores del mal, lleva a la hoguera a unos 2.000 judíos. En Maguncia, donde residía la mayor comunidad judía de Europa, hay un enfrentamiento entre las masas furiosas y los judíos en la que mueren unas 200 personas. La respuesta de la plebe fue inmediata y más de 6.000 judíos fueron quemados vivos. El cantón de Basilea reunió a sus 4.500 judíos y, tras construir una estructura ad hoc en una isla del Rin, los quemó vivos a todos. Hubo pogroms en Bruselas, Dresde, Lindau, Stuttgart, Ulm, Worms y en toda centro Europa. El número de masacres registradas durante el período de la Peste alcanza las 350. Toda la Europa cristiana era una gran hoguera en la que ardían las víctimas de aquellos hombres a los que el terror había conducido a la locura.

Como se ha dicho, detrás de tanto desvarío estaban muchas veces las famosas Cofradías de la Cruz que iban de pueblo en pueblo haciendo penitencia e incitando a las gentes a acabar con quienes habían acabado con Cristo y ahora, mediante la propagación de la Peste, querían acabar con toda la Cristiandad. Algunos detenidos confesaban bajo tortura las prácticas de envenenamiento de pozos y fuentes llevadas a cabo por los judíos lo que desataba la locura colectiva. Eran unos modos de matanza y saqueo que adelantaban en siglos la propugnada solución final de los nazis. Finalmente, la violencia llegó al corazón de la Iglesia e hizo que el Papa Clemente VI prohibiera todo ataque o violencia contra los hebreos, y prohibiera asimismo la existencia de los hermanos de la Cruz, verdaderos propagadores del odio y la xenofobia.

Pero los judíos no estuvieron solos ante las turbas enajenadas, porque otros muchos fueron los acusados de querer acabar con la cristiandad mediante la propagación de la Peste. Entre ellos estaban los moros españoles y, cómo no, los leprosos (ya en 1321, el rey de Francia condenó a la hoguera a los leprosos encontrados culpables de envenenar los pozos, fueran éstos hombres, mujeres o jóvenes).

Ciertas capas de la población podían estar menos expuestas a las sospechas que otras, pero, ciertamente, nadie estaba totalmente a cubierto de ellas. En ciertos momentos la convicción popular llegó a aceptar la existencia de sembradores de Peste, personas que propagaban deliberadamente el mal terrible mediante la pintura de muros y puertas con ungüentos pestíferos obtenidos de bubones triturados.

Los sembradores llegaban generalmente de noche, desalojaban a los habitantes de sus casas, ocupaban sus hogares, sus camas, sus granjas, sus pajares, sus establos, y se marchaban al día siguiente abandonando sus elementos infecciosos y dejando un rastro de muerte a su paso.[3]

Lo más triste de todo es el pensar que muchos magistrados y algunos médicos compartían esta idea y que, ya en 1581, los parisienses obtuvieron el derecho a matar a cualquiera que encontraran sembrando el mal bubónico. Esto condujo a muchos a la hoguera por una simple sospecha o una mirada desafortunada.

En España e Italia también hubo denuncias imaginarias contra sembradores de Peste dando lugar a actos de tortura y brutalidad increíble. En Milán los infames mercenarios llamados monatti recorrían los barrios de la ciudad arrancando por la fuerza a los enfermos de los cuidados de sus familias para llevarlos a los lazaretos, recogiendo de paso los cadáveres que encontraban por el camino para depositarlos en los atestados cementerios.

En resumen, podríamos decir que aquellos que buscaban una explicación fácil de la expansión de la enfermedad la encontraron en los habituales proscritos de la sociedad. Estos podían ser los judíos, allí donde eran tolerados, o los demás grupos de miserables que como ellos fueron acusados de contaminar al pueblo llano y contra los que la violencia popular se volvió con saña inaudita.
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[1] Paul Bugl. Univ of Hartford (US).
[2] Jewish History Sourcebook.
[3] Enciclopedia Imago Mundi.

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