martes, 11 de agosto de 2009

BAJO LA SOMBRA DEL FELIPE

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Más allá de Villacarlos, un Sol enrojecido se hunde en la bruma de la tarde. La suave brisa del Sur, con relentes de mil mares, refresca la piel dejándola húmeda y pastosa. El Felipe ya no nos cubre con su sombra acostumbrada porque los rayos de Sol se cuelan por debajo de sus ramas. Alrededor de las mesas de enea se forman corros cada vez más amplios que hablan de cosas cotidianas e intrascendentes, cosas, en fin, propias para épocas de estío. Sobre las mesas, los vasos van dejando caer el rocío que el aire húmedo deja sobre el frío cristal. Los tableros están mojados, y los libros, esos compañeros de horas solitarias, descansan debajo de ellos, sobre los mimbres que sujetan entre sí las patas de la mesa. Los libros, solitarios ahora, callándose sus conocimientos milenarios. Los miro con cariño: ¡cuántas cosas me contaron! Me hablaron un día de cómo el gran Pericles sucumbió ante una vulgar peste, y del estoico emperador Marco Aurelio contagiado por sus propias tropas, y del rey Alfonso XI caído de igual mal ante las puertas de Gibraltar. Me contaron muchas cosas. Me contaron que Justiniano fracasó en su intento por restaurar la unidad del Meditarráneo a causa de la Peste, que redujo alarmantemente sus ejércitos y la población del imperio hasta en un 50%. Y me hicieron pensar: ¿y si esa hubiera sido la causa de la debilidad cristiana y persa frente al enemigo musulmán? ¿cómo hubiera sido la historia de España si aquel apuesto mozalbete, llamado Baltasar Carlos, hijo que era de rey, no hubiera fallecido de viruela? Nos habríamos evitado la desdicha de tener un rey como el hechizado Carlos II, y quizá ni siquiera hubiera habido Borbones. ¡Cuántas cosas nos dicen los libros! Parece que la Peste Negra causó ella solita más de doscientos millones de muertes, lo mismo que la segunda guerra mundial más la primera guerra mundial más la guerra de los cien años más... yo que sé. Y uno se pregunta, ¿cómo sería el mundo sin peste? No sería necesario encerrar a los enfermos, claro. No sería necesario construir lazaretos como éste, sitios donde confinar a los desgraciados, sitios de muerte. En Ragusa, dicen también los libros, llegaron a contar once pestes en cien años... ¿y en Venecia? No es de extrañar que ellos inventaran cuarentenas y lazaretos, sitios para recluir, para dejar morir, para la desesperanza. Alrededor de la mesa, el corro sigue creciendo: cada vez hay más sillas, cada vez es necesario alejarse más para dejar sitio. Y los libros allí, callados, silenciosos, sin escuchar siquiera las alegres algazaras de unos dueños en vacaciones. ¿Podrán pensar? No; ellos no piensan, ellos sólo saben... Saben de Richar Kane, del almirante Farragut, de barcos armados al corso, única salida para unos isleños hambrientos. Saben de vándalos y musulmanes, de conversos judíos y fábricas de zapatos, saben de las destrucciones de Mustafa Piali o del mismo Barbaroja. Y saben de muerte. Y saben de vida. Son mis papeles queridos, llenos de subrayados amarillos, llenos de notas al pie. Son el arcón que guarda el espíritu del pueblo, la memoria de los muertos, el saber de Hipócrates y Galeno, las más extrañas teorías sobre las conjunciones planetarias y la eficacia de las sangrías, horror y esperanza. Ellos son mi saber. El resto es mentira: sólo vagas ideas sobre el cómo y el porqué. Y por eso no quiero que mueran con el morir de la tarde. Quiero que renazcan fundidos con el sueño para que lleguen a otros, y a otros. Libros, buenos, malos, regulares, siempre libros. Libros que animan las tertulias y elevan las conciencias. Libros como alimento del alma, como refugio del espíritu, como paz de los cuerpos. Libros, libros, libros...

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