sábado, 15 de agosto de 2009

La peste justiniana

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Debe su nombre al hecho de aparecer en el Imperio Bizantino en el año 541 d.C., en la época de Justiniano, proviniendo, quizá, de Egipto. Desde Constantinopla se extendió tanto a los países asiáticos como a los europeos aunque sin la virulencia que tuvo en la capital del Imperio.
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De la descripción que de ella nos hace Procopio[1], parece deducirse que se trataba realmente de la peste producida por el bacilo Yersinia Pestis[2] apareciendo en sus tres formas clínicas: bubónica, septicémica y pulmonar: Comenzaba por una fiebre súbita de moderada intensidad hasta que a los pocos días aparecían unas hinchazones (bubones) en las axilas, detrás de las orejas y en los muslos. Luego los enfermos quedaban sumidos en un coma profundo y en un estado delirante. Unos morían rápidamente, otros a los pocos días con pústulas negras que se abrían en el lugar donde tenían las bubas. Alguno vomitaban sangre... otros se salvaban, sobre todo aquellos que sangraban por las bubas...
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Aunque se cree que inicialmente se trató de peste bubónica, dada su duración (cerca de 60 años) no se descarta la coexistencia con otras enfermedades como el cólera y la viruela. En su momento culminante, según el citado Procopio, llegó a causar cerca de 10.000 muertos por día sólo en Constantinopla, y los muertos totales supondrían el 40% de los habitantes de la ciudad, es decir, unos 600.000 individuos. Por su parte, Juan de Éfeso (un cronistas de los primeros años de la peste[3]) nos habla de 5.000 a 16.000 muertos por día y dice que en las puertas de la ciudad se dejo de contar los cadáveres cuando estos alcanzaron la cifra de 230.000. De estas cantidades se podría deducir que la población de Constantinopla pudo haberse reducido en un tercio o quizá en la mitad de su población. Sin embargo, el propio Juan De Éfeso nos aclara que la mortalidad en otras partes del Imperio fue bastante inferior. Resumiendo los datos anteriores, los estudiosos parecen aceptar que la mortalidad en la totalidad del Imperio pudo alcanzar la tercera parte de la población, lo que seria una cifra parecida a la que ocho siglos mas tarde ocasionaría la terrible Peste Negra.
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El Emperador, abatido por el tamaño de la catástrofe, veía horrorizado como la enfermedad destruía sus antaño invencibles ejércitos, se llevaba por delante a sus mejores generales y los soldados caían mucho más de prisa que en el campo de batalla. Villas y pueblos eran barridos del mapa, y la visión apocalíptica solo podía ser considerada como un castigo divino por los pecados del mundo. Los físicos de la época, instruidos en la medicina greco-romana, quedaban desacreditados ante la incapacidad de sus conocimientos para hacer frente a la enfermedad y el pueblo volvía sus ojos hacia los monasterios en busca de consuelo... Aunque, a diferencia de lo que ocurriría siglos mas tarde, la peste justiniana no estuvo acompañada de las terroríficas histerias masivas que, con sus procesiones de flagelantes y correspondientes matanzas de judíos, caracterizaron a la Peste Negra. Las masas de entonces, arruinadas social y económicamente, parecían resignarse a lo que el Cielo quisiera enviar, quizás en la creencia de que estaban siendo arrasados por los temidos jinetes del Apocalipsis: Miré entonces y vi un caballo bayo, y el que cabalgaba sobre él tenía por nombre Muerte, y el infierno le seguía[4].
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El derrumbamiento de la profesión médica, a causa de su incapacidad manifiesta para enfrentarse a la enfermedad, supuso un parón de siglos en el avance de la medicina y el pueblo vio nuevamente a la enfermedad como un castigo por los pecados y no como una consecuencia de su falta de higiene. Pero la medicina no fue la única victima de la peste, también otros profesionales de la abogacía, ingeniería o ciencias fueron borrados de la memoria colectiva de la humanidad. El progreso se detuvo y el pueblo avanzó decidido hacia los años más oscuros de la Edad Media.
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La plaga de Justiniano, además de su efecto devastador inmediato, es vista como una de las causas fundamentales del declinar político y económico del Imperio Bizantino, creando las condiciones que anunciaban el desastre. Si a ello añadimos el resto de calamidades que vio el reinado de Justiniano (como las guerras contra las amenazas bárbaras y las terribles hambrunas con su omnipresencia de muerte y destrucción), la población de mundo Mediterráneo pudo haber quedado reducida a menos de un 60% en sólo un siglo. Y, sin duda, ello creó además un fuerte desequilibrio a favor de los pueblos de la península arábiga.

Durante el siglo VI, la plaga afectó a todo el mundo conocido durante un perñiodo de unos 50 años causando más de 100 millones de muertes.


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[1] Procopio. “Historia de las Guerras Persas”.
[2] F. Cartwright.
[3] Tres son las fuentes principales sobre esta peste: Juan de Éfeso, Evagrius Scholasticus y, sobre todo, el gran cronista Procopio, nacido en Cesarea y pronto convertido en asesor del general Belisario al que acompaño en sus conquistas por el Mediterráneo (entre ellas la toma de Cartago a los vándalos y la posterior de las islas Baleares).
[4] Libro del Apocalipsis 6:8. B.A.C. Madrid 1981

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