sábado, 15 de agosto de 2009

La Peste Negra: Psicosis colectivas, los flagelantes

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Corría el año 1349, catorce noches después de la de San Juan, si mal no recuerdo, cuando llegaron a Estrasburgo unos doscientos flagelantes por lo menos. Eran gentes de vida y costumbres como, en parte, refiero aquí.

En primer lugar, llevaban los más ricos estandartes de terciopelo, tanto del liso como del crudo, y de seda de Bagdad, la mejor que se podía conseguir. De éstos tenían unos diez, u ocho, o seis, y calculo que otros tantos cirios o hachones de labradas canales retorcidas, que llevaban delante. Cuando entraban en las ciudades y en los pueblos, todas las campanas tocaban por ellos y ellos seguían a los estandartes, formando por parejas sucesivas, vistiendo todos mantos y pequeños sombreros cruzados de rojo y cantando cada dos o cada cuatro un himno, al que los demás hacían coro.

Luego, cuando querían hacer penitencia, o disciplinarse como ellos decían -cosa que practicaban dos veces al día por lo menos, a primera hora y al atardecer-, salían al campo a toque de campanas, se agrupaban y marchaban de dos en dos cantando sus himnos. Una vez llegados al lugar de la penitencia, se desnudaban del todo, hasta de los pantalones, y se cubrían de cintura abajo con una túnica o con un paño blanco enrollado en torno a las caderas, que les llegaba desde la cintura a los pies. Si ahora querían empezar con la penitencia, se echaban al suelo en un gran círculo, y según había pecado cada uno, así se echaba: quien había sido un perjuro impío, se echaba sobre un costado y levantaba sus tres dedos sobre la cabeza en señal de ello; el que había cometido adulterio, se echaba sobre el vientre. De esta suerte se tendían de mil maneras, según la variedad de pecados que hubiesen cometido, y no había más que mirarlos para saber las culpas de todos.

Cuando así se habían echado, empezaba su maestro por donde mejor le parecía a pasar sobre uno de ellos, y le daba con el azote en el cuerpo y decía: “Por el martirio te alzarás, pero no peques nunca más”

Pasaba así sobre todos ellos y aquel sobre quien acababa de pasar se levantaba y le seguía, pasando, a su vez, por encima de los que tenía delante. Lo mismo hacía el tercero en cuanto los dos anteriores lo habían salvado, que se levantaba y pasaba por encima del cuarto, y éste, por encima del quinto que delante estaba.

Ellos hacían lo que el Maestro con el azote y con las palabras, que repetían hasta que todos se habían alzado formando una gran rueda; y algunos, por ser los mejores cantores, empezaban a cantar un himno, en el que los restantes hermanos les seguían, para que entre cantos diese comienzo la danza:

Al Santo Espíritu la fe pedimos todos que nos dé,
que nos dispense, pecadores, de los postreros Kyrieléis...


Los disciplinantes, entretanto, daban vueltas en círculo y se azotaban por parejas con unas disciplinas de correas, rematadas por delante en botones, con algunos clavos en ellos hincados, y se azotaban así las espaldas, que sangraban abundantemente[1].
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Durante la epidemia de Peste los ánimos exacerbados elevaron los actos de penitencia a límites insospechados. Movimientos como el de los flagelantes (también llamados Hermanos de la Cruz o Cofradía de la Cruz) aumentaron enormemente su popularidad: mientras marchaban cantando loas piadosas, sus seguidores, con los torsos desnudos, se azotaban con látigos en señal de humildad extrema frente al juicio divino.

En realidad, la flagelación era un fenómeno antiguo y ya practicado en religiones pre cristianas como la egipcia (los seguidores de Isis), la griega (los seguidores de Dioniso) o romana (las mujeres se azotaban violentamente durante la lupercales para asegurar su fertilidad). En el cristianismo, la flagelación aparece como una forma de penitencia y auto mortificación individual desde los primeros tiempos, pero sólo hacia mitad del siglo XIII empiezan a formarse comunidades organizadas como las de Perugia (en el 1260). Estas asociaciones laicas (aunque con finalidad religiosa) adoptaron hábitos de color blanco, similares a los de otros grupos religiosos, aunque abiertos por la espalda para poder llevar a cabo sus laceraciones rituales, y se cubrían la cabeza con el conocido capuchón de forma cónica. Los grupos se ponían en procesión de una ciudad a otra animando a los ciudadanos a unirse a ellos y cantando himnos sacros mientras pedían el fin de las calamidades naturales y el perdón divino.

Inicialmente, estas comunidades tuvieron una vida más bien lánguida y una difusión bastante lenta hasta que, a mitad de siglo, la Peste invade Europa y la ataca de forma que parece vislumbrarse el fin del Mundo; entonces el movimiento alcanza su paroxismo y prolifera de manera incontrolable extendiéndose por todo el Norte de Italia, Austria y centro Europa hasta alcanzar un nivel que podríamos tildar de epidémico.

Las frenéticas orgías de violencia y barbarie, más allá de toda medida, acabaron con el orden cívico y eclesiástico y se convirtieron en un culto lúgubre y demoníaco. Los más radicales introdujeron el bautismo de sangre que sustituía a los sacramentos de la Iglesia y proclamaron a ésta como la personificación del Anticristo. Estos cultos alucinantes, llenos de magia, brujería, exorcismos y predicación de la violencia pronto se vieron a su vez perseguida por los poderes establecidos: las autoridades civiles les acusaron de violencia y desorden y las eclesiásticas, alarmadas por su negación de los sacramentos y de la jurisdicción eclesiástica, veían en ellos el origen de futuras herejías.

Los flagelantes (o disciplinantes) formaban grupos de 50 a 100 individuos que, dirigidos por un maestro, iban de pueblo en pueblo a marcha reducida, desfilando de dos en dos, delante los hombres y detrás las mujeres. Mientras sus serpenteantes procesiones avanzaban al ritmo de sus himnos y oraciones, se azotaban las espaldas desnudas con látigos de cuero en cuyos extremos llevaban cosidos objetos puntiagudos que les laceraban las carnes produciendo heridas profundas y sangrantes. Las infecciones se cebaban sobre estas heridas abiertas provocando la muerte de muchos. El “magister” hacía de confesor e imponía las penitencias, pero al mismo tiempo ofrecía una garantía de salvación. Las procesiones solían durar treinta y tres días, el equivalente a los años que vivió Cristo en la Tierra, y durante ese tiempo maldecían a los judíos y predicaban un antisemitismo activo.

Sus miembros tenían prohibido bañarse, afeitarse, dormir en camas, tener relaciones sexuales o cambiarse de ropa sin autorización. Las manos se podían lavar una vez al día, pero, para no causar ofensa, debía hacerse de rodillas. Por otra parte, cada flagelante tenía que pagarse sus propias necesidades (acaso sólo la comida, que además era más bien escasa) por lo que antes de ser admitidos en la Hermandad debían justificar su capacidad para asumir esos gastos. Como es evidente, el ascetismo de estos grupos, que fueron muy activos en Alemania y en los Países Bajos, no tenía ningún efecto sobre la Peste, al contrario, es posible que con su falta de aseo personal contribuyeran a trasladarla de un lugar a otro.

Aunque las Hermandades de la Cruz habían sido prohibidas por el Papa ya en el siglo anterior, el bajo clero mostraba una cierta simpatía por ellas lo que les permitió subsistir y expandirse. Sin embargo, una nueva disposición en el 1349 les hizo la vida muy difícil y comenzó un lento retroceso.

Un movimiento semejante a los anteriores apareció de nuevo en el Norte de Italia en el año 1399. Estaba formado por devotos que con sus hábitos blancos (fueron llamados bianchi) marchaban entonando himnos piadosos (por lo que también fueron llamados laudesi). Los bianchi llegaron a reunir a unos 15.000 seguidores, especialmente en Módena y Roma, pero, cuando uno de sus miembros fue mandado a la hoguera por el Papa, el movimiento se deshizo.

A comienzos del siglo XV reaparecieron grupos semejantes que la Inquisición dominó con prontitud (en 1414 mandó a un ciento de seguidores a la hoguera). Desde entonces los flagelantes o disciplinantes han continuado en diversos sitios, casi siempre asociados a los actos de la Semana Santa, siendo, en general, bien tolerados por las autoridades eclesiásticas.
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[1] Fritsche Closener (c1315 a c1393). Fue miembro del capítulo catedralicio de Estrasburgo. Escribió hacia 1358 una crónica sobre los hechos acaecidos en la villa, entre los que incluye informaciones sobre la Peste, los flagelantes y las persecuciones a judíos.

1 comentario:

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