En 1348 la Peste invadió Florencia. En pocos días hizo rápidos progresos a pesar de la vigilancia de los magistrados, que nada omitieron para poner a sus habitantes al abrigo del contagio. Empero, ni el cuidado que se tuvo en limpiar la ciudad de varias inmundicias, ni la precaución de no dejar penetrar ningún enfermo, ni las rogativas y procesiones públicas, ni otras medidas muy discretas, todo esto no fue bastante para preservarla de la calamidad.
Giovanni Boccaccio. El Decamerón. Editions Ferni
Realmente, toda la Edad Media fue una epidemia. La disentería impedía a los cruzados tomar Antioquía en 1098, o a Enrique IV tomar Nápoles en 1193; los ejércitos de San Luís de Francia son atacados por la peste hasta tres veces: cuando marchaban contra Enrique III de Inglaterra en 1242, en Egipto en 1250 y más tarde en Túnez en 1270; En 1350 muere de Peste, durante el asedio a Gibraltar, el Rey de Castilla Alfonso XI; en los 110 años que van del 1400 al 1510, Ragusa (la actual Dubrovnik) es invadida hasta once veces por contagios traídos por mercancías procedentes de Egipto, Siria o Asia Menor; la peste visita Florencia diecisiete veces entre 1315 y 1495; pero eso no es nada si se tiene en cuenta que en Nimes se contaron hasta 31 epidemias entre 1348 y 1649. Pero, a pesar de este continuo ir y venir de las epidemias, ha habido una, la más temible, que marcó de forma indeleble la memoria del hombre del medioevo, y esa fue la Peste Negra.
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Conocemos con el nombre de Peste Negra a la gran epidemia que desde 1347 a 1350 azotó a casi todo el continente europeo y que, a juzgar por la inflamación de los ganglios linfáticos que producía, se trató de una epidemia provocada por el bacilo Yersinia Pestis. La Peste (aquí con mayúscula) atacó tanto a los humanos como a casi un centenar de otras especies animales, y lo hizo en sus tres variantes conocidas: bubónica, septicémica y pulmonar. Si bien era posible que en algunas ocasiones el enfermo se recuperase de la primera, las otras resultaban casi siempre mortales. La rápida propagación de la Peste con su elevada tasa de mortalidad y la total falta de remedios de la medicina de la época, supuso un increíble shock para la sociedad de aquel tiempo que, poseída de un pánico extremo, reaccionó de una forma muchas veces irracional, rompiendo el orden social y abandonándose bien a la lujuria (“si total vamos a morir...”, se decían) bien, por el contrario, a una moralidad extrema.
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La numerosa literatura coetánea nos describe esas reacciones inesperadas capaces de conducir a la autoflagelación, a robos y violaciones o a la acusación injustificada que conducía inexorablemente a matanzas entre los habituales proscritos de la sociedad (pobre, frailes, leprosos y, sobre todo, judíos). Algunos, por el contrario, optaron por seguir el sabio consejo de huir cuanto antes, lo más lejos posible y no regresar sino hasta mucho tiempo después de que todo hubiera acabado ("cito, longue et tardo"). El Decamerón de Giovanni Boccaccio es un reflejo de esa sociedad que huye al campo y se entretiene contándose historias a la espera de lo que el destino les tenga reservado; porque mejor es aislarse alegremente que enfrentarse a la triste realidad de los hechos: ¿Ha visto alguien jamás tamaños desastres? Las villas abandonadas, las casas desiertas, los campos sin cultivar, las calles cubiertas de cadáveres, por todas partes una grande y terrible soledad, escribía Petrarca.
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Aunque la primera oleada de Peste fue corta, a esta le sucedieron otras muchas que se repitieron periódicamente durante unos treinta años. Para entonces, más de la cuarta parte de la población europea había fallecido y la economía se había reducido a la nada. Fue el origen de una auténtica revolución social que acabaría con el feudalismo y crearía una sociedad nueva, más descreída y distinta, que presagiaba ya la llegada del Renacimiento.
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